Capítulo I y Capítulo II de ''El Descenso: El mal tiene muchas formas''



Para los amantes de la literatura que, por fortuna, no son escasos, deseo compartir con todos ellos los dos primeros capítulos de mi primer experiencia en el mundo literario, la cual se materializó y cuya publicación se llevó a cabo en Buenos Aires, ''El Descenso: El mal tiene muchas formas''. Anhelo que puedan disfrutar de la lectura.

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Capítulo I

La naturaleza del mal resulta ser un misterio cautivador; cuando las posibilidades abundan, llevar sus lógicas y razones a la luz solo logra generar más oscuridad. El pecado, su hijo menor, es la consecuencia de sus intenciones; se trata de expresar como una entidad que engendra y actúa por propia voluntad. ¿De dónde surge? Su esencia y sus orígenes, aunque investigados desde sus raíces, inducen al alma en un camino de eterno dolor.
Existe en la profunda naturaleza humana, en su mente, en la oscuridad que la habita y conforma, esa misma entidad sin cuerpo y forma que la convierte en una esclava de los sucios deseos impulsivos por ejercer la maldad; en ella misma reside su núcleo y sus estirpes. Sin embargo, los motivos que impulsan a cometer un acto atroz carecen de lógica; tampoco debería tenerla, ya que las razones de esa bestialidad son ajenas y desconocidas. Hasta un hombre puro de corazón puede caer preso de las corrosivas influencias, de la virtud de la violencia, de una malicia que reside en la oscura vitalidad que lo asola.
El efecto lunar ejerce un gran poder sobre los seres vivos de la tierra; por ese efecto las mareas crecen y el comportamiento humano se ve alterado; a pesar de las consecuencias, ¿podemos catalogar al resultado de dichos efectos como una clase de maldad? ¿Los desastres naturales son el mal?

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Sobre el bosque oscuro, en medio del cielo estrellado, debía resplandecer la luna, brillante y pálida. Sus curvas, forjadas de fuego blanco, iluminaban la tierra con su fulgor sin igual. A la región norte, en el estado americano de Montana, llegaba la primavera y arrastraba consigo incesantes olas de calor que comenzaron a irritar las tierras. Desde el sector este del país, habían llegado capas de calor húmedo que trajeron, en las últimas semanas del invierno, las peores tormentas del año. En los descampados, los vendavales suelen tener consecuencias destructivas y atroces en los pueblos con mayor aislamiento. Los primeros diluvios, acompañados por relámpagos y truenos cuya imponente magnitud eléctrica llegó a quemar una incierta cantidad de árboles al punto de casi provocar incendios forestales, desataron su cólera sobre los bosques de pino y el verde de los campos vírgenes.
Cuando las tormentas amainaron, las consecuencias fueron una incontable cantidad de fincas al filo de la ruina, cabañas partidas al medio a causa de los árboles que caían sobre los techos en forma inesperada, establos demacrados sin la misericordia de la naturaleza y una suma importante de animales muertos o extraviados. A quienes se ganaban la vida con la cría de ganado, aquellas tormentas de invierno les ocasionaron pérdidas irrecuperables; ser testigo de las secuelas de lo ocurrido podía causar pavor en cualquier corazón.
La octava madrugada de primavera aún conservaba el aroma a hierba húmeda a causa de las imparables lluvias. El silencio que trae consigo el temor se había propagado por los campos al igual que una enfermedad. La fauna local se presentaba sumisa, como si albergara en sus augurios alguna clase de miedo. De forma leve, se alcanzaba a oír al viento murmurar a lo lejos, silbando a escondidas. El sonido crujiente de los pinos desentonaba en aquel páramo, al mismo tiempo que la pervertida oscuridad se movía como si tuviera vida propia, conformada por miradas inquietantes.

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Durante el transcurso de la noche, el cielo permaneció empañado por nubes deformes y de un color púrpura. La luna y las estrellas habían sido devoradas por aquella zarza que se volvía de color negro, el eco de un relámpago surcaba el cielo y lo teñía de plata. La tierra se sumió en el vestigio de un día nublado, entretanto la voz del caos hacía recordar que aún estaba presente.
La noche se hacía más oscura antes del amanecer, las nubes comenzaron a disiparse y la luna volvió a enviar sus rayos a la tierra. Una madrugada que llegó adormecida, a diferencia de las semanas anteriores, donde cada día había tenido un clima irregular; podía presentarse una tormenta con resultados catastróficos en la noche y, sin embargo, el amanecer llegar con un sol radiante que irradiaba las planicies.
Un coyote, pequeño canino de pelaje amarronado y opaco, emergió de entre los árboles, engatusado por un aroma putrefacto que era arrastrado por la brisa. Sus ojos brillaban como dos diamantes dentro de la oscuridad. Se detuvo cuando oyó el crujir de una rama a sus espaldas. El silencio se adueñó de todo lo que existía a su alrededor. Alzó las orejas al cielo, dos diminutos triángulos peludos. El pelaje de su lomo se crispó. Barrió el entorno con su mirada y, acto seguido, prosiguió por su senda.
La sombra gimió y su respiración helada hizo que la brisa se detuviera. Apareció de lo profundo del bosque y dejó en la tierra marcas a su paso. Los ojos de color granate surgieron desde las tinieblas con una intensidad que representaba a la misma rabia que los consumía. Ansiosos y brutales, buscaban algo fuera de su comprensión bestial, intentaban llenar el vacío de algún deseo desenfrenado. Alzó la mirada al cielo y gritó de forma desgarradora, con una tonada tan intensa que hasta su garganta parecía desquebrajarse. Un grito de dolor y desesperación lleno de locura.

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El pequeño animal oyó aquel sonido venir desde el frondoso bosque y corrió sin mirar atrás, aún oía el quejido como un eco, hasta que el silencio se adueñó del amanecer y la luna reveló el cuerpo desnudo que yacía sobre el pastizal.

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Capítulo II

Kyle Harrigan hizo entrar a James Moore a su ajustada casa de madera ubicada en West Virginia. Moore jamás había estado en aquel lugar, pero, a pesar del reducido espacio, le parecía confortable. El suelo era de madera, lo notó al oír el crujido de las tablas debajo de sus pies; sin embargo, de no ser por este detalle, resultaba imposible descubrirlo, ya que estaba recubierto por alfombras que conformaban un único manto. Harrigan le ofreció asiento en un conjunto de sillones de cuero color negro de segunda mano ubicados en la mitad de la sala principal. Moore aceptó y se hundió entre los cojines, luego dirigió una mirada inquisidora a un escritorio de madera de roble que se encontraba contra una pared a su derecha. Un ordenador portátil parecía abandonado sobre la superficie del escritorio junto a incontables carpetas, libros y archivos que lo sumergían en un mar de papel.
Moore era un hombre al cual la naturaleza lo había dotado de sentidos agudos, los cuales hizo valer en todos sus años empleados en la Oficina Federal de Investigaciones; conocía bien a Harrigan y aquella perspectiva era suficiente como para formularse importantes cuestiones.
Tu deplorable aspecto me dice que el dolor cumplió con su labor —dijo Moore.

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—Intento llevar mi vida hacia prestezas que distraigan mi pensamiento —replicó Harrigan.
—Estás escribiendo un libro, si mis ojos no se confunden —comentó Moore señalando el escritorio con la mirada.
Harrigan observó el mueble como si hubiese olvidado su existencia y luego volvió la mirada hacia Moore.
—Me llegó la propuesta, la acepté. También dicto clases de literatura —admitió.
Harrigan, quien se había mantenido de pie hasta entonces, ocupó el sillón de un cuerpo que se enfrentaba al de Moore; apenas los separaba una diminuta mesa de té hecha en madera de cedro. Harrigan ofreció café a su invitado, pero este negó la oferta.
—El mundo se convierte en un caos, Kyle, y tú prestando clases de literatura —replicó Moore.
—Me gusta hacerlo y con ello me gano la vida.
El silencio entró como una tormenta y se interpuso entre ambos. Moore se detuvo a meditar sus palabras antes de continuar.
—Imagino que sabes la causa por la que estoy aquí presente —dijo al fin.
—La ignoro, y tampoco quiero imaginarla —lanzó Harrigan.
Moore observó que Harrigan parecía haber perdido su vitalidad, como si la vejez lo hubiera alcanzado en forma prematura. Kyle contaba con treinta y ocho años en realidad, pero, con el aspecto de un hombre abandonado a la suerte de la depresión, sumaba algunos más. Llevaba la barba crecida, el cabello largo y despeinado. Tenía bolsas oscuras debajo de los demacrados ojos castaños envenenados por alguna clase de nostalgia. Las mira

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das de Harrigan y Moore se cruzaron, y este último, sabiendo la pena que sufría el primero, no sintió otra cosa que compasión.
—En verdad, desearía callar ahora mismo —comenzó Harrigan—. Estas visitas nunca fueron convencionales, recurrías a mí cuando un caso se volvía escabroso, sin embargo, ya me retiré del fbi.
—Sé que necesitas tiempo para recuperarte y lamento interrumpirlo —se excusó Moore—. Yo te inicié en esta vocación sin saber que serías esencial para la agencia.
—Ya no interesa cuánto te disculpes, nada cambiará.
James Moore se humedeció los labios, sentía cómo su garganta se convertía en un nudo.
—Ahora mismo el departamento está en un caso importante en Illinois, pero no tengo agente alguno a quien recurrir para esta investigación.
En sus años de trabajo en conjunto, Kyle Harrigan nunca había visto a James Moore en un estado de desesperación ante una investigación federal. Comprendió entonces la gravedad de la empresa que Moore se traía consigo.
—El dolor que tú sientes, lo sufren las familias a las que les darías la espalda en este momento si te niegas —replicó Moore.
Harrigan meditó la proposición durante algunos minutos. Dar la espalda nunca había sido su virtud. No extrañaba el trabajo con los federales, prefería redactar para un diario local, tomar fotografías, hacer entrevistas, dictar clases sobre literatura o escribir lo que sería su primer libro que retornar a la agencia. Él era de esas personas que poseen firmes ideales, y creía que, si alguien gozaba de los medios para ayudar a los demás, tenía la obligación moral de emplearlos.

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James Moore tomó del bolsillo interior de su gabardina un sobre blanco y se lo entregó a Kyle Harrigan en la mano, quien lo aceptó con intriga.
—Fueron tomadas por un agente de la policía local de Wolf Point —comentó Moore. Harrigan abrió el sobre y extrajo dos fotografías de su interior, dedicó un breve intervalo a observarlas con detenimiento. La primera imagen mostraba a una mujer desnuda, yacía sobre la gramilla de un intenso color verde. Tenía el vientre abierto con las entrañas expuestas. A los lados del cuerpo, los ropajes desgarrados se asemejaban a dos grandes alas grises. Tenía los ojos abiertos, pálidos, hundidos en un rostro sin vida. Eran el despojo de lo que había sido una mujer hermosa.
En la segunda fotografía se encontraba un hombre robusto sobre un río de sangre negra absorbida por la tierra que lo rodeaba. Llevaba puesta una camisa a cuadros rojos y negros empañada por el carmesí color de la sangre que discurría por las cuencas vacías donde antes habían estado sus ojos.
Harrigan se estremeció. Introdujo las fotografías en el interior del sobre y luego lo abandonó sobre la pequeña mesa, acto seguido, Moore lo devolvió al interior de su gabardina.
—Lo que acabas de ver eran los restos de Marie McQueen y Lewis Stevenson —comentó Moore.
Kyle Harrigan se recostó en su asiento, su mirada se oscureció.
—La policía local de Wolf Point evitó dar detalles a los medios de comunicación, al menos hasta que logren recaudar evidencias concretas —prosiguió Moore—. Requieren de la ayuda federal. Siendo sincero, esta clase de crímenes es atípica en esa región, por ello carecen de dirección. Dos homicidios en una semana, misma región, similares características.
—¿Qué detalles le ocultaron a los medios? —indagó Harrigan con relucientes ojos.

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James Moore comprendió que había logrado captar la atención de Harrigan por completo, lo notaba en su mirada. Se reclinó sobre el respaldo del sillón, el asiento le resultaba cómodo.
—Sobre el autor de los hechos sabemos que posee gran fuerza, algo difícil de apreciar en estas fotografías, pero sí visible en las demás que están adjuntas al archivo del caso; los cadáveres estaban repletos de magulladuras debido a la presión impuesta en algunas zonas del cuerpo. Buscamos a alguien resentido, ensañado en provocar sufrimiento en otras personas. Es astuto, pues no encontramos evidencias y tampoco arma homicida. Carecemos de huellas dactilares o marcas de zapatos, las lluvias nocturnas se encargaron de extinguirlas.
Kyle Harrigan se acarició una mejilla y se sumió en sus pensamientos. James Moore se puso en pie y se llevó las manos a los bolsillos del pantalón, luego dio un paso en dirección a la salida, Harrigan lo siguió con la mirada.
—Comprendo qué es lo que te detiene en esta empresa, la cual, a mi parecer, tiene un origen honroso —dijo Moore—, pero tú no eres el único que sufre en esta vida, Marie McQueen tiene una hija de cuatro años que pregunta cada mañana a su padre cuándo podrá volver a ver a su madre.
Moore abrió la puerta, salió por ella y se dirigió a su camioneta, que había adquirido el año anterior. El motor rugió, era un hermoso sonido; los neumáticos comenzaron a morder el polvo y lo arremolinaron poco antes de retirarse hacia el pavimento.
En la mente de Harrigan, los pensamientos quedaron suspendidos en el aire, naufragando por los mares de la razón. Una voz dentro de él lo impulsaba a hacer lo correcto, sin embargo, la sola idea de volver le gruñía en lo más profundo de la conciencia. Era su trabajo, el camino que él había escogido, y esa responsabilidad le recaía cual plomo sobre las aguas. El

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recuerdo de Anne, su hermana menor, lo había asaltado de improvisto; la veía tendida sobre una cama de hospital, iluminada por la tenue luz de un alma que se discurre de la vida terrenal, agonizando por un sufrimiento que ella desconocía. La memoria terminó por convertirle la garganta en amarga y seca arena. Tenía que cumplir con lo que era correcto, porque no hacerlo sería corromper sus propios principios. Su formación le había enseñado que la justicia era el hecho de evitar que al prójimo le ocurrieran desgracias como las que sufre uno mismo.
Pronto le pareció que los reproches, la búsqueda de la razón, comprender éticas que no funcionaban en un mundo inmoral… toda esa inescrupulosa fantasía que convierte a las personas en máquinas sin sueños ni pensamiento habían sido una pérdida de tiempo. Los años que llevaba sirviendo a la Oficina Federal de Investigaciones le parecieron haberse desvanecido en cuestión de segundos. Qué condena recordar los buenos momentos en la miseria.
Kyle solía decirle a ella que, llegado un día, miramos hacia el pasado y notamos que los años se fueron en un abrir y cerrar de ojos. Esa memoria fragmentada vislumbró en su mente como una estrella fugaz. ¿Por qué albergamos la vaga ilusión de que nada cambiará con el paso de los años? Nada en la vida puede mantenerse igual.
Con la rabia contenida a causa de algo que lo perseguiría cuando mirara hacia el pasado, decidió por aceptar la propuesta que Moore le había dejado. Volver al lugar que dejamos atrás cuando el miedo nos derrotó siempre nos llena de pavor el corazón, como si fuera una extraña nostalgia que nos desgarra por dentro. Harrigan se mantuvo sumido en el sillón, encogido de hombros, hasta que la rabia se disipó.

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El amanecer inundaba Quántico con el resplandor de la estrella, entretanto, Moore continuaba sumido en sus incertidumbres, reclinado en su silla de cuero detrás de su escritorio. Él era un hombre de carácter templado, con una certeza decidida a tomar una decisión cuando fuera necesario. Para su edad, su estética se conservaba, quizá alguna arruga y la canicie delataban su experiencia trascurrida.
Desde el interior de su despacho, podía percibir el enfermizo aroma de los productos higiénicos que se utilizaban para asear los pisos de embaldosado. Se quitó las gafas que utilizaba para leer y las dejó sobre el escritorio. Se llevó la mano hacia la frente como un gesto de abatimiento y frotó sus sienes con fuerza. Sobre la superficie del escritorio, yacía una carpeta color gris de escasa descripción, con letra pulcra en la zona de detalles. Tomó una larga calada de aire y luego lo exhaló en tanto se hundía cada vez más en su silla; a cada momento, pensar acababa por ser un acto en vano.
Las paredes de cada despacho estaban hechas en yeso, pero la parte frontal, la que daba al pasillo principal, era de cristal, lo que hacía posible ver qué sucedía en el exterior de la oficina si la persiana veneciana permanecía recogida. Kyle Harrigan apareció en el pasillo como una sombra y tocó a la puerta disponiéndose a entrar. James Moore se vio sorprendido, y con un gesto de manos le permitió adentrarse en el despacho.
Harrigan vestía una campera de cuero marrón, unos jeans ajustados y unos zapatos negros con poco lustre. Se había quitado la barba casi por completo, llevaba el cabello corto y parecía haberlo hecho él mismo; cuando el tiempo es escaso, uno aprende a ingeniárselas para hacer lo que sea. Algunos cabellos emblanquecidos resaltaban en sus sienes y aún conservaba las bolsas debajo de los ojos, pero de un color menos oscuro. Tenía un aspecto decente, pero continuaba viéndose decrépito.

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Harrigan se quitó la campera y la dejó sobre la silla de metal que estaba junto al escritorio de vidrio templado de Moore, quien permaneció en su asiento. Moore poseía un sentido de percepción agudo y, gracias a ello, comprendió que Harrigan estaba dispuesto a emprender el viaje y concretar la encomienda que le había dispuesto.
Tras los infortunados hechos que cambiaron el transcurso de la vida de Harrigan, Moore siempre había creído que se retiraría, que jamás regresaría, incluso una parte de él deseaba que así fuera. Respetaba su decisión porque, en su lugar, habría actuado de la misma manera. Si bien las discusiones en referencia al retiro de Harrigan se hicieron presentes en algún momento, fueron debido a que el detective representaba el mejor rostro de la agencia, era el investigador principal en la escala que Moore conservaba. Estaba claro, el peor acontecimiento en la vida de Kyle fue la muerte de su hermana, y por ello se sentía condenado; sus inagotables servicios en el fbi le habían quitado valioso tiempo con ella, y todo por nada; era un remordimiento que no podía negarse, lo consumía por dentro. Desde sus inicios como oficial de la policía, había lidiado con la muerte en cada esquina, incluso lo perseguía luego de haber entrado en la agencia; sin embargo, la muerte de la persona amada le resultaba un hecho incomprensible y lejano que provocaba sentimientos desconocidos. Durante veintitrés años la vio crecer a su lado, pero ahora ese tiempo le parecía insuficiente, como si se hubiera privado de determinados momentos con ella, períodos que eran de suma importancia ahora.
Por alguna extraña razón, a Kyle le era imposible dejar su trabajo atrás; para él, olvidar todo sería un acto suicida.
—Voy a pedirte algo tan simple que no podrás negarte —comenzó Kyle—. Cuando esto acabe, ya no seguiré ninguna investigación, no quiero fotografías ni archivos sobre mi mesa.

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—Quizá no esté de acuerdo, pero comprendo tu petición —expresó Moore.
James tomó la carpeta gris que tenía sobre el escritorio y se la entregó a Kyle.
—Ahí se encuentra lo que poseemos, incluye el informe del forense, detalles de la policía local y las fotografías. Me encargaré de telefonear al oficial a cargo, él se ocupara de recogerte. Deberás viajar cuanto antes —dijo Moore.
—Haré un equipaje con lo necesario y partiré —aseguró Harrigan.
Existían amplias probabilidades de que ambos no volvieran a verse, tal idea resonaba como un eco desde lo profundo del pensamiento de Moore. En parte se sintió satisfecho y por otro lado culpable, por esa satisfacción. De algo estaba seguro, luego de su retiro, Harrigan no sería su sucesor.
—¿Te sientes preparado? —preguntó Moore en un gesto paternal.
Harrigan no respondió, se limitó a mantenerse sumergido en un silencio que ambos lograban comprender. Kyle tomó su campera, que reposaba sobre el respaldo de la silla.
—Te mantendré informado —afirmó Harrigan.
James Moore se reclinó en su silla de cuero y los resortes rechinaron. Kyle Harrigan cruzó el umbral de la puerta sin mediar una sola palabra más, ni un gesto.

* * *

La casa de West Virginia permaneció fría y oscura durante todo el día. Aun cuando Kyle había llegado, no le había propinado nada de importancia a dejar que la tenue luz solar atra

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vesara las ventanas. Una de las ventanas entregaba una vista directa al río Kanawha, un afluente del río Ohio, que fluye de forma íntegra por todo el estado. En las temporadas de verano, cuando Anne residía durante un mes allí con su hermano, solían caminar juntos por la costa. Anne Harrigan amaba llevar los pies descalzos a orillas del río y sumergirlos en él, lanzar picadillos de pan y ver cómo los patos se asomaban para disputar su alimento. Le fascinaban los ocasos que dejaban el cielo pintado con finas líneas naranjas y estelas de verde marino sobre el horizonte. Kyle amaba rodearla con el brazo y estrecharla contra él mientras ella sonreía. Era toda su familia, su compañía más cercana. Ahora la extrañaba más que nunca. Había olvidado la innumerable cantidad de días que sufrió por ella, por su ausencia, eran demasiados, y la cuenta ya estaba perdida. ¿Cómo se hace para seguir así, cuando te falta una parte de ti mismo?
Lanzó la carpeta que Moore le entregó sobre la mesada de la cocina americana y luego, a oscuras, tomó una botella de whisky escocés de la barra de bebidas y la destapó; esa botella estaba reservada para una situación especial, qué ironía. Hacía algunos años había dejado de fumar, pero los malos hábitos siempre vuelven, como una sombra del pasado que aguarda a nuestras espaldas en silencio, esperando el momento para azotarnos; Kyle había evitado que su hermana tomara de él los malos hábitos.
Todas las memorias le habían llegado en un vivo recuerdo, como si fuera una cicatriz a fuego, una que nunca podrá ser curada. Llegaron en segundos las incandescentes luces de hospital, el aroma a enfermedad y muerte, el sufrimiento y la agonía. Kyle cerró los ojos. El recuerdo parecía materializarse, podía sentir el calor de sus manos, oía el sonido del monitor, aún resonaban los vestigios de una vida que se desvanecía. Se seguía culpando, se castigaba por todo el tiempo que había perdido y nunca lograría recuperar. Ella ya no era la joven de bella sonrisa y cabello castaño sobre aquellos ojos claros; todo el tiempo que

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a una madre le lleva escoger un nombre, esas horas de confusión e indecisión, en la morgue ya no es más que un número, y así lo fue ella, solo un número.
«¡Basta!»
Abrió los ojos y se quedó contemplando la soledad de la casa, jamás hubo tanto silencio allí. El sol ya había comenzado a descender y algunos destellos de luz se filtraban por los intersticios de las persianas venecianas como un halo de color rojizo. Transcurridos algunos minutos, aquello que recordaba se desvaneció, su pensamiento se llenó de nada, de la embarazosa penumbra del vacío. Encendió un cigarrillo y llenó el vaso por la mitad con el whisky escocés; contempló lo sumida que la casa estaba en la oscuridad del atardecer. Una nostalgia le hizo negar la idea de mudarse lejos de allí para nunca volver. Le fue imposible acabar los vicios que desenfrenados fueron en trágicas horas, lanzó ambos al fregadero de la cocina.
En el armario del dormitorio, donde guardaba las prendas reservadas para noches de cine o alguna cena en particular, había una caja de metal, la tomó y la dejó sobre la cama; la caja contenía un arma nueve milímetros junto a cuatro cargadores llenos. Comprobó su estado de conservación, había transcurrido poco más de un año desde que la tuvo por última vez entre sus manos, la envolvió en tela junto a los cargadores y llevó todo dentro de un bolso deportivo que utilizaba para los momentos de vacaciones. Del armario también tomó una billetera donde portaba su placa y la identificación del fbi, y la llevó al bolsillo derecho de su pantalón. Se hizo con el dinero de su caja fuerte, que estaba empotrada en la pared y cubierta por una pintura artesanal de esas que se pueden adquirir en una feria. Digitó el código, extrajo lo necesario y bloqueó la caja de nuevo. Escogió la indumentaria exacta para la ocasión, ninguna prenda deportiva, detestaba ese tipo de ropajes. Los fríos comenzarían a ser más frecuentes e intensos a causa del variable clima primaveral, por lo que eligió ropa de invierno muy abrigada.

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Cuando tuvo lo esencial preparado, activó la alarma de la casa y salió por la puerta, pero no antes de una última mirada, como si con ese gesto se despidiera. Al fin, todo quedó en silencio cuando la puerta se cerró con llave.

* * *

En la madrugada, Kyle Harrigan tomó un vuelo que lo llevaría desde el aeropuerto de Richmond hasta el L. M. Clayton Airport, en el estado de Montana. La primavera ya se había alojado y las hojas de los árboles comenzaban a lucir sus verdes vestiduras, las infortunadas que reposaban en el suelo de cemento empezaban a teñirse con el color del eterno descanso. Los vientos, allí, azotarían con mayor intensidad y frialdad; en los descampados, se podía sentir cómo el aire cortaba la piel y se hacía paso hasta helar los huesos.
Kyle amaba los viajes nocturnos, era un peculiar gusto que había adquirido de Anne. Era extraño el efecto tranquilizador que podía provocar viajar durante la penumbra de la noche, vislumbrar la luna al otro lado de la ventanilla empañada del avión, como un espectro que deambula en las tinieblas. Viajar siempre nos desembaraza de las cargas más pesadas, nos hace sentir que podemos estar en esa tan cuestionada libertad. Sin embargo, hacerlo por obligación laboral nos encadena a la tediosa y molesta vida rutinaria de la cual muchos desean escapar. El impedimento de gozar ese bienestar que saboreamos durante cortos períodos de nuestras vidas acaba por arruinar la fantasía que fabricamos en nuestra imaginación: el anhelo de felicidad.


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J.V.C


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